Olores de vida

Mi casa a veces huele a sándalo, otras solo a menta o a pino. En ocasiones, huele a patatas guisadas con carne o a pimientos recién asados. Algunas veces solo huele a hogar, a mi hogar. Y es que cada casa tiene un olor distintivo, al que tú te acostumbras desde pequeño y que no llegas a identificar si llevas toda la vida allí. Pero otros, si no son co-habitantes tuyos, sí lo notan e, incluso, lo identificarían en un round de olores a catar. 

Cuando te vas de casa todo cambia. Pasas tiempo fuera de tu nido, lejos del ala protectora de tus padres y dejas de ser un cachorro para convertirte, casi, en un hogar independiente. Cuando vuelves y entras en tu casa, el primer olor que entra en tus fosas nasales es el olor de tu hogar, de tu nido, ese al que te habías acostumbrado y al que tu nariz se había vuelto inmune. De repente, vuelves a ser un cachorro. Cierras los ojos y puedes verte corriendo, con aquellas converse amarillas de finales de los noventa, por el largo pasillo detrás de tu hermana. Y ahora, en los recuerdos no solo ves imágenes y escuchas sonidos, ahora también eres capaz de traer a tu mente y nariz el olor distintivo de tu casa, de tu infancia y de tu hogar.

Recuerdo el olor de otras casas sin problema alguno. Me viene a la mente la casa de mi tía abuela, con su olor tan característico acompañado de aquel teléfono de ruleta al que doy vueltas sin parar en mi mente; recuerdo, también allí, tardes frías de invierno, de novelas en la televisión con esa señora vestida de negro de arriba a abajo o de recetas jugando a ser cocineras. Recuerdo la casa de la vecina de mi abuela, sus cuartos secretos, el olor a humedad de esos cuartos y la magia que creábamos con nada. También recuerdo el olor a lumbre de casa de mis mejores amigas, su abuela atizando la leña y sus manos afanosas que nunca se cansaban de cocinar pescado o el recuerdo de su abuelo hiperactivo siempre pegado a su bici y su cántaro de leche; qué olor más fuerte y agradable tenía esa leche recién destetada! 

Recuerdo el olor de la nave de vacas, donde me encantaba pasar tiempo entre animales y leche recien ordeñada. También el olor de la majada, de la nave de cerdos, cabras y de pollos. No lo recuerdo como algo desagradable, sino como algo que me aportaba felicidad y ternura.

Puedo recordar como olían a verano las camisetas de manga corta cuando abría el cajón en pleno invierno. También recuerdo la alegría de abrir ese cajón en primavera, sabiendo que si mi madre ya me dejaba sacarlas habría llegado la época estival y, con ella, cientos de aventuras de guerrilla.

El olor del cajón de los bañadores…ese sí que es uno de los olores de mi vida. Qué placer olerlos después de todo un invierno frío y casero! Los globos de agua sí que olían a verano y a infancia, y a calor y humedad

Pero si algo recuerdo con verdadera nitidez es el olor de la casa de mis abuelas. Ese es el mejor de los olores. Su olor es de esos que podrías mandar fabricar y lo guardarías en un frasco pequeñito de por vida, para que nunca se fueran de tu mente.

Recuerdo el olor del carmín de labios de mi abuela Herminia. Nunca se maquilló, pero siempre tuvo un pintalabios rojo, con un olor tan bueno que se quedo grabado a fuego en mi mente. Ella lo usaba no solo para pintar sus labios carnosos, sino también para dar color a sus mejillas blanquecinas. Ojalá pudiera volver a oler a mi abuela Herminia y a sentir su piel siempre fina y sin apenas arrugas.

La casa de mi abuela Manuela, siempre impoluta, olía a limpio, y a paella de domingo y a sopa de pescado casera. También olía a espuma de afeitar del coqueto de mi abuelo, tan alto y difícil de igualar. Ojalá pudiera volver a oler su pelo y su espuma de afeitar.

Olores y más olores pululan por mi mente. Cierro los ojos y mi imagino un lugar, una experiencia o a una persona. Puedo volver a escuchar un recuerdo, puedo volver a sentirlo o a olerlo. Aunque las personas que queremos se vayan, los años aumenten y los lugares cambien, podemos seguir exprimiéndolos si cerramos los ojos y nos esforzamos en recordar. No se trata de anhelar con tristeza, sino de recordar con alegría, viéndonos capaces de volver a querer, oler, ver, sentir y crear como cuando lo hicimos meses, años, lustros y décadas atrás