Mi compañera de vida 3

Capítulo II: La vida sigue

Cuatro años después todo seguía igual, mis hermanas eran felices con sus parejas y hacían planes de futuro, mis padres llevaban esa vida apacible que siempre habían deseado y yo, junto con mis amigas, me mude a la gran ciudad. Allí iniciamos estudios superiores; María y Sara se decantaron por magisterio, Isabella y yo decimos hacen un modulo superior.
Las cuatros nos fuimos a vivir juntas, ese primer año fue uno de los mejores de mi vida. Era independiente, apenas tenía síntomas de la enfermedad, mi familia era feliz y los estudios me iban bien.
Tenía 18 años, prácticamente era una niña, pero tenía un nivel de madurez muy superior a una chica de mi edad; sabía cocinar, cuidaba cada detalle del hogar y organizaba cenas para mis amigas. Extrañaba a mis padres pero me alegraba saber que ellos se enorgullecían cada vez que le hablaban a alguien de mi etapa en la ciudad como estudiante.
Todos los jueves de la semana salíamos a tomar unos vinos y esa noche, de aquel frío día de invierno, fue diferente. La noche se alargó, un vino llevo a otro y nos quedamos de fiesta por la zona. Conocimos a unos chicos, nos lo pasamos bien y al día siguiente habíamos quedado con ellos para tomar algo en la plaza mayor de la ciudad.
-¡Qué no chicas! ¡No quiero ir! –les decía a mis amigas.
-¿Pero por qué Carol? ¿Es por la vergüenza? Yo también soy tímida cielo, pero hay que salir de la zona de confort y enfrentarse a la vida porque si no no encontraremos a la persona que nos acompañe en este largo viaje –me intentaba convencer Sara con nerviosismo. Ella era muy parecida a mí, no nos gustaba conocer a gente nueva y menos a chicos pero sabía que necesitábamos superar esa arraigada timidez.
-Sabéis que me cuesta mucho conocer chicos y me superan los nervios, no puedo-. La enfermedad ha dejado en mí una gran huella, no tengo seguridad en mi misma y no me valoro. Mis amigas sabían esto e intentaban ayudarme.
Ese día, finalmente, salí de casa y conocimos a esos cuatro chicos que nos marcarían la vida. Nos hicimos amigos y, desde entonces, salían con nosotras todos los jueves. De los cuatro, habían uno especial, Carlos. Desde el primer momento encontré en él algo diferente, algo que me hacía sentir segura.
Una mañana de febrero, en la casa familiar, Vera nos dijo que estaba embarazada. Todos nos alegramos y deseábamos que pasara el tiempo para poder disfrutar de ese nuevo miembro de la familia. En contra de todos los pronósticos, Vera tuvo un buen embarazo, las articulaciones apenas se le hincharon y prácticamente no tuvo dolores.
Los meses pasaron y Rita llegó al mundo. Era un bebé precioso, todos le hacíamos fotos y deseábamos que no tuviera la enfermedad.
Ese mismo día, el día del nacimiento de Rita, me di cuenta de algo; Vera tenía un mohín de desagrado, cada vez que Jaime decía algo a ella le cambiaba la expresión; no quise hacer caso a mi intuición porque probablemente Vera estaría exhausta y esa sería la causa de su mala cara.
Con el paso del tiempo mi madre y mi hermana Patricia también tenían las mismas sospechas. Lo solíamos hablar y llegamos a la conclusión de que era hora de verbalizarle a Vera cuáles eran nuestros pensamientos.
-¿Qué pasa? No entiendo la urgencia de esta reunión, he tenido que venir corriendo con la niña, pensé que os había sucedido algo –nos dijo Vera nerviosa.
-Mira cariño, lo hemos estado hablando las tres y creemos que te sucede algo con Jaime. Últimamente te notamos muy apesadumbrada y cabizbaja. Nos puedes contar todo lo qué sea, nosotras y, también, tu padre solo queremos que seas feliz –inició mi madre la conversación.
-Sí, sucede algo mamá. No os voy a mentir y no os había dicho nada porque pensé que cambiaría. Unos meses antes de nacer Rita, Jaime empezó a cambiar. Pensé que era porque venía cansado del trabajo y por eso descargaba su frustración conmigo, pero no es así. Él disfruta insultándome, me dice que no valgo para nada, que soy una inútil y que terminaré en una silla de ruedas –nos decía Vera observando nuestras caras de asombro y tristeza.
-Cariño mío –se atrevió a añadir mi madre.
-No mamá, no quiero que lloréis. Yo sé perfectamente lo que soy, sé que tengo una enfermedad que me impide hacer muchas cosas pero también sé que soy fuerte, luchadora y sé que lucharé por mi hija como vosotros luchasteis por mí. No permitiré que mi hija crezca al lado de él, lo verá de vez en cuando porque es su padre pero nada más. Alguien que trata así de a la madre de su hija no se merece nada.
Ese día todas estuvimos unidas, abrazadas, besándonos, pasando momentos juntas y, sobre todo, demostrándonos que no estábamos solas y
que nos teníamos las unas a las otras.
El tiempo pasó y muchas cosas cambiaron: Vera y Rita se mudaron a casa de mis padres dejando atrás los abusos de Jaime, Patricia se casó y yo…yo, simplemente, seguía viviendo.