Corazón vs. cerebro

Duele tanto que siento como mi corazón empuja contra el pecho deseando escapar, queriendo salir de un cuerpo y de un alma que ya se la han jugado muchas veces arriesgando todo a una carta con una mínima probabilidad de ganar.

Al contrario que mi corazón, mi cerebro se alegraba enormemente, la inspiración había vuelto, siempre volvía en el peor de los momentos, en los momentos en los que de la destrucción se atreve a salir algo de creación.

La verdad es que mi cerebro y mi corazón nunca han ido al unísono, lo que dice el uno siempre contradice al otro. Me pregunto a menudo si algún día habrá una tregua entre ambos pero luego me apresuro en contestarme que no depende de ellos, depende de mí y de mis decisiones casi siempre desacertadas.

Siempre odie mi parte sentimental, la que se guía por los pulsos de mi corazón. Si fuera más racional le hubiera hecho caso a mi cerebro cada una de las veces que me alertaba del peligro, del Sandra ten cuidado vas a sufrir y lo vas a hacer a lo grande. Yo tan idiota como siempre apartaba la parte cerebral, que me intentaba guiar por el camino del bienestar, por seguir la parte más visceral que se presentaba ante mí como un jugoso chocolate caliente en un frío día de invierno.

Lo bueno o malo, según como se mire, de las experiencias “traumáticas” es que, aunque al principio cueste verlo, queda un aprendizaje vital que te hace ver que si y que no te apetece vivir el día de mañana. La estupidez humana alcanza cotas muy altas pero también nos hace vivir momentos que nunca creímos  vivir, momentos en los que eres feliz y después de todo no le ves la parte mala que le deberías ver. Esa estupidez humana que somos incapaces de controlar, esa que nos hace anteponer el corazón al cerebro, lo pasional y sentimental a lo racional, esa que nos hace alejarnos de los valores que siempre seguimos, esa que nos hace llorar, reír, creer, arriesgar, soñar y cometer locuras se llama amor, esa palabra tan estúpida que tanto nos amarga y a la vez esa que tanto nos regala.

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