Relatos a deshora III (B)

Era un día gris, el cielo amenazaba con lanzar una fuerte tormenta cargada de lluvia y truenos; yo, que no podía quedarme quieta en casa sin nada que hacer, me largué a pasear por el barrio. Para cualquier persona “normal”, ese no era el mejor plan para un día como aquel. Pero yo nunca fui normal, siempre me gusto hacer cosas de esas que ayudan al resto del mundo a tildarte de “bicho rato”. Nunca me importo lo que dijera la gente, no me importaba antes en mi distrito, mucho menos me iba a importa ahora lejos de las normas banales de mi hogar. Desde hace un año, tenía como costumbre consumir cocaína antes de salir de casa, me ayudaba a relajarme y a desinhibirme como nunca antes lo había hecho. La verdad es que siempre fui una chica muy tímida, muy en su mundo, muy metida en su propia película. Tal era así, que quería que mi película la conociera más gente; cuando intentaba conectar con alguien me miraban con cara rara, pensaban que era de otro planeta o yo que sé. Uno de los motivos por los que volví a consumir fue ese, por adaptación social. La droga me ayudaba a actuar del modo que todo el mundo espera que lo hagas, me ayudaba a desinhibirme y a relacionarme con los demás sin miedo a no ser aceptada.

Esa tarde, volví a pasar por ese edificio que siempre me había llamado la atención. Una iglesia, un mensaje, un arquitectura bonita. Para mí era una señal. La verdad es que hacía tiempo venía evitando las señales que me lanzaba el universo: obviaba el dolor de nariz que mi cuerpo me mandaba para hacerme reaccionar, obviaba mi desconexión del mundo, obviaba que realmente estaba metida en un agujero muy grande, obviaba que me había convertido en lo que siempre había odiado y obviaba que no es que fuera diferente o especial sino que era una inadaptada social, una ignorante a nivel interpersonal y, lo que era peor, a nivel intrapersonal. Todo lo adornaba con bonitas palabras dentro de mi cabeza, a todo le daba un toque literario que hacía que mi vida pareciera la mejor película jamás contada y me autoengañaba con bonitos adjetivos.

Pero en ese momento algo hizo clic dentro de mí; me pare enfrente de la iglesia, seguí mi intuición y entré.

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