Relatos a deshora III (A)

Iba a ser una experiencia maravillosa, llevaba años queriendo ir a ese lugar y todo parecía encajar a la perfección para que mis expectativas se cumplieran. Pero no fue así, nada salió como lo previsto y todo porque algo dentro de mí no quiso disfrutar o no pudo hacerlo.

Había recaído en ese vicio que tanto me había costado dejar, estaba famélica y todo a mí alrededor parecía sucumbir a mi estado emocional. La relación con mi familia era inexistente y el trabajo no me llenaba; odiaba a mis compañeros y no por envidia sino porque no me gusta la gente hipócrita. Ellos aparentemente eran perfectos, vestían trajes de marca entre semana y los sábados esnifaban cocaína en garitos del distrito tres; vivían en el distrito uno, un lugar en el que no había espacio para gente adicta o moralmente inestable, así que los sábados se dejaban caer por mi barrio, el distrito tres, lejos de su vida perfecta y de apariencia. Ellos no sabían que los había visto por ese lugar para ellos mediocre pero un día, de vuelta a casa, una de esas noches que aún estaba poseída por la adicción, los vi. Nunca les mencioné nada, preferí tener esa bala en la recamara por si algún día me pudiera servir.

Terminé en esa oficina de hipócritas dos meses después de haber terminado la licenciatura. Mi familia era humilde, procedente del distrito 5, un lugar alejado de la gran urbe, del vicio y del lujo. Allí todo era tranquilidad, nada se salía de lo moralmente establecido por la comunidad. Yo, harta de esa estabilidad imperante durante décadas, me largué. Empecé a trabajar en un bar de copas donde se movía todo tipo de drogas; al principio ni siquiera pensaba en lo que allí pasaba,  solo quería ganar dinero para pagar la universidad en la que estaba. Hasta que un día algo en mi interior hizo que la curiosidad hacia ese mundo aflorara. En ese momento empecé con una adicción de la que me costó lágrimas, tiempo y dinero salir. Durante mi primer año de carrera, pasaba la vida entre clases y bares, entre libros y cocaína, entre profesores y narcos. El segundo año parecía que nada iba a cambiar hasta que decidí que esa no era la vida que yo quería vivir. Mi sueño de niña siempre fue viajar, recorrer el mundo en caravana, disfrutar de bonitas puestas de sol, dormir en tiendas de campaña en la montaña, ir a los países más al norte y aprender a conocerme.  Por ese motivo logré salir de el mundo de miseria en el que estaba, obviamente no lo logré sola.

Todos los días de camino a casa veía en mi distrito un iglesia judía en la que se anunciaba un mensaje que parecía que te iba a salvar del agujero más grande en el que estuvieses metido, “Nosotros te ayudaremos a salir pero el primer paso tienes que darlo tú. Conócenos”. No fue precisamente ese mensaje que parecía salido de un anuncio de una secta el que me hizo entrar en esa iglesia, sino la bonita arquitectura del edificio. Una vez más me dejé guiar por la curiosidad innata que siempre me había caracterizado.

Continuará.

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