Miedos

Y ahí estaba mamá, una vez más, insistiendo en que debajo de la cama no existía ningún monstruo azul gelatinoso quien, de vez en cuando, comía calcetines. De nuevo papá me decía que las vacunas eran necesarias y que no me dolerían si él me apretaba la mano con fuerza. Y mi superhermana mayor reiteraba que montar en bici era fácil, que una vez se aprendía no se olvidaba.

Pero lo que no me decía mamá era que había desarrollado un miedo a la oscuridad, lo que no me decía papá es que las agujas y los médicos, ya con tres años, me daban pavor y lo que no me decía mi hermana era que para aprender a montar en bicicleta me tenía que raspar las rodillas como unas 10 veces, con 10 puntos en la barbilla incluidos.

Y es que es normal. Tener miedo es inevitable, más cuando eres una niña pequeña que está descubriendo el mundo.

Cuando vas aumentando en edad, hay alguna arruga en tu cara y ya no dices que le tienes miedo a los monstruos de debajo de la cama por vergüenza, ocultas los miedos porque si dices que tienes algunos enseguida te asignan una etiqueta: fóbica, pamplinera, depresiva, TOC, paranoica, obsesiva, sensiblera…, entre otras joyas.

La verdad es que yo soy muy miedica, no me asusta decirlo, pero es que hay miedos que más que miedos son costumbres; tengo miedo a estar lejos de casa porque me encanta estar cerca de mi familia, tengo miedo de no estar a la altura de algo porque la sensación de logro conseguido es maravillosa, me da miedo sentirme pequeñita porque sentir la valía de uno mismo es sensacional, me da miedo la frustración porque conseguir los objetivos propuestos es increíble…

Definitivamente, tengo un poco de miedo a la vida, pero ¿qué sería de la vida sin un cierto nivel de miedo?